En tiempos de orden en el Imperio ocurría lo imprevisto. El emperador andaba en sus últimos alientos de vida pues estaba viejo y enfermo. Satisfecho de haber reinado durante una paz inquebrantable durante cincuenta años, él orgullosamente se preparaba para la muerte. Su único hijo, Elga, genio de la política y joven dedicado esperaba que su padre a través de la ceremonia, le entregara el Sagrado Sello Dorado que le pertenecería a quien sentara el trono. Elga seguro de sí, se repetía constantemente a él mismo, “Yo soy cool, yo tendré ese lugar en el trono.”

El día de la ceremonia finalmente llegó, mientras el imperio con ansias esperaba a su próximo gobernante. Se reunieron todas las familias nobles en el templo del palacio, sirvientes de éstas y una multitud de plebeyos que lo rodeaban en las afueras, bendiciendo a su nuevo gobernante. El emperador débil, cobró sus fuerzas para salir a saludar a su pueblo que tanto le ha estimado. Luego se volvió al templo, reveló ante las divinidades y los mortales el Sagrado Sello. Todos en presencia sollozaban inspirados por la grandeza que representaba este Sello. En esos mismos momentos el emperador con una expresión peculiar, “Ups!” calló en el suelo derribando en dos cantos el Sagrado Sello que ha pasado por veinte generaciones del Imperio Unificado de los Elementos. Las caras de los nobles, sirvientes y plebeyos por igual se encontraban amedrentadas y molestas. El honorable emperador se levantó atónito por el accidente y lo disfrazó con un discurso, “Nuestro Imperio es vasto y grandioso, no le precede a ninguno en la historia…”

“Pero es que no ha habido otro imperio en la historia.” susurró un noble a sí mismo.

“Por eso entregaré el Sello…dos partes del Sello a quién sea digno de llevar otra generación de prosperidad a nuestra hermosa tierra.”
El viejo inestable llamó a su hijo para que pasara hacia al frente. Elga hincó su cabeza con respeto y caminó a su padre. El emperador le echó bendiciones a su hijo y le entregó un pedazo del Sello, “Ahora voy a hacer lo que nadie esperaba, Johny-boi ven hacia mi.” dijo el emperador mientras todos se encontraban confundidos. Desde la multitud, se levantó un joven, Johny o Johny-boi como lo llamaban los nobles, de baja estatura con una mirada fija que caminó hasta el viejo que lo llamaba.

“Mi Señor…?” preguntó el joven

“Has servido a tu reino de manera imprescindible. Si tu padre estuviera vivo, sentiría orgullo por el honor que le has brindado a tu familia.”

“El honor es mío, mi Señor. Estoy eternamente agradecido por tomarme como hijo suyo todos estos años.”

“Tú has sido buen amigo de Elga y por eso debo darles el reinado a ambos.”

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Al escuchar esto la multitud rompió a susurrar el juicio del emperador moribundo. Elga cerraba fuertemente su puño al pensar que tenía que compartir el reinado que él tanto añoraba, sea o no sea su amigo. Elga siempre veía a Johny como un estorbo, pues Johny antes de ser adoptado por el emperador era el hijo de un oficial. Su padre murió de enfermedad y justamente antes de morir lo educó como militar para que siguiera sus pasos en el Imperio. Johny-boi era bien letrado y dedicado a la corona, era humilde y no deseaba poder alguno en la casa real. Los méritos que el ha obtenido por los años han sido simplemente obsequios del destino.

“No puedo aceptarlo, mi Señor” dijo el humilde general.

“Esta es la voluntad de los cielos. Ya no podremos contar con un solo gobernante. El Reino crece y la gente con él. Tenemos que entregarle el Reino poco a poco a la gente pues a ellos les pertenece.” respondió el sabio emperador.

“Padre, estás cansado. Claramente es un día pesado…” dijo el indignado sucesor.

“Ya he nombrado los sucesores con el Cielo y la Tierra como testigos. Se hará la voluntad de los dioses!” dijo el emperador mientras se desplomó débil al suelo.

Luego de la ceremonia, los días del emperador se acortaban más. Se la pasaba sólo en cama pues su condición empeoraba. Elga no dormía tranquilo sabiendo que en el momento de compartir el reinado se acercaba. No lo aceptaba simplemente. “Ese plebeyo… él no es cool.” Uno de los consejeros, el más astuto Achel, lo observaba constantemente y un día se le acercó.

“Perdona la intrusión, joven maestro. ¿Qué le ha sucedido a su rostro que ya no brilla como los rayos del sol?” preguntó el curioso y astuto.

“Mi padre muere. Suficiente angustia como para que no brille mi cara.” fingió el joven príncipe.

“Oh, joven maestro pero no coinciden tus palabras con esas de las estrellas.”

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“Las estrellas mienten o si no tu juicio…”

“Las estrellas me han enseñado que puede haber un cambio. El Reino puede ser tuyo.” tentó el hechicero.

“¿Puede ser mío? Dime lo que ves…”

Tramaron y tramaron, por horas y días hasta que finalmente un plan se destacó. Elga instantáneamente nombró a Achel como su Consejero Personal para los asuntos del Estado.

El destino del Reino y el emperador serán relato de los capítulos siguientes.

por Sergio Hernández Velázquez