154303_10151515047185299_1324951722_nEn esos primeros meses del programa, tras limpiar mi cuerpo de toda sustancia, fue como si hubiera despertado de un sueño de años. Recobré el estilo de vida saludable que había perdido años atrás. Volví a hacer mis 3 comidas diarias (llegué pesando 145 lbs y aumenté a 160 en mes y medio), volví a dormir de noche (vivía como un vampiro), y aprovechaba el ejercicio físico para canalizar las presiones. Estaba alerta, podía pensar claramente otra vez. Sin embargo, mi mente aún estaba intoxicada.

Pasé por varias etapas de líneas de pensamiento. Preso en la cárcel o en programas de rehabilitación, lo más que uno tiene es tiempo para planificar qué hacer luego de salir. Primero, pensé dedicarme a la música con un proyecto de fusión electrónica con funk, rock y reggae. Me imaginaba de regreso en la escena, rodeado de dinero, mujeres, risas, y muchas, muchas drogas. Luego pensé: ¿Por qué limitarnos? Abriría una discoteca. Más o menos en esa etapa de pensamiento le entregué mi corazón a Cristo, 2 meses luego de haber entrado al programa. Ya me habían dejado salir en mi primer pase, en el cual tuve una recaída desastrosa.

Esa es otra de las diferencias entre estar en la cárcel y estar en un programa de rehabilitacion, las recaídas se tratan de forma muy distinta. El uso de drogas en la cárcel es bastante común, nadie se alarma por eso. En los programas, especialmente en los de concepto militar, una recaída tiene serias implicaciones y consecuencias (si te descubren).

Recaí en uso varias veces mientras estuve en ese programa. La primera fue en ese primer pase. Mis padres me fueron a buscar y compartí con ellos un tiempo espectacular. Salimos a comer, reímos y hablamos como hacía muchos años no lo hacíamos. Me vieron tan bien, que a la noche quise salir con mis amigos viejos y no hubo problema.

Pasó el fin de semana sin sospecha. Al regresar al centro (también le dicen “hogar”), me administraron una prueba de dopaje (“me tiraron el pote”). Salí positivo a varias sustancias, y comenzó el mejor tiempo de mis 13 meses en el hogar: disciplina (la primera de varias mientras estuve ahí). “Disciplina” se le llama al proceso de castigo por el cual debe pasar todo aquel que rompe alguna de las normas del centro. Consumir sustancias ilícitas es una de las que más se rompe.

El proceso es divertidísimo. Primer paso: cabeza completamente afeitada. Segundo: sesión rigurosa de ejercicio individual con el “Sargento” del grupo de Disciplina (uno de los mismos charlatanes del programa que se separaba para supervisar y dirigir a los que rompían normas). Tercero: sesión de ejercicio con el Pelotón que le tocaba el ejercicio en ese horario. Cuarto: en vez de ir al salón a tomar clase en el horario de clase de tu pelotón, permaneces en el área de ejercicio para acompañar al próximo Pelotón en su sesión de ejercicio. Quinto: sesión ridiculísima de marchar alrededor de la cancha. Sexto: en vez de ir al salón, permanecer para acompañar al próximo pelotón en su sesión de marcha ridícula. Séptimo: hora de comer, pero antes de comer, sesión individual de ejercicio. Entre medio de cada sesión, mientras los pelotones se movían de una actividad a la siguiente, 10 ó 15 vueltas corriendo alrededor de la cancha. Solo para que no te vayas a enfriar.

Justo antes de almorzar, luego de la 4ta ronda de 10 vueltas corriendo alrededor de la cancha, más las sesiones individuales y grupales de ejercicio, me mandaron a pararme al sol con los brazos extendidos hacia el frente.

Ahí, elevé mi primera oración sincera al cielo. En ese momento, le pedí perdón a Dios por primera vez en mi vida. No estaba seguro si había algún protocolo que debía seguir en la oración, así que lo mantuve sencillo: “Perdóname, Señor, perdóname”. Una y otra vez.

Luego de la 6ta o 7ma vez que lo repetía, comencé a ver que todo se ponía blanco, como nublado. Me desmayé, probablemente por desgaste físico. Cuando recobré la conciencia, estaba en la oficina de la enfermera, agarrado de 2 jóvenes vestidos de soldado, la enfermera intentaba pasarme algún paño húmedo por la cara, mientras yo seguía murmurando: “Perdóname, Señor, perdóname”.

Creo que fue lo mejor que me pudo haber pasado, porque no volví a pasar un día tan intenso en todo el resto de esa disciplina. Creo que fue Dios, en Su misericordia. Tal vez esa fue la primera vez que caía en el  descanso del Espíritu Santo. Tal vez…

Esa disciplina duró casi 4 meses. En ese tiempo, logré la mejor condición física de mi vida. Ganaba competencias de push-ups y podía correr millas sin cansar.

Perdí mi derecho a recrearme con el resto del grupo (dominós, cartas, etc.), así que esa hora del día la dedicaba a leer la Biblia. Decidí comenzar desde el principio, como se leería cualquier libro, desde el Génesis.

Las historias me parecían fascinantes. Nunca olvidaré la impresión que dejó en mí la historia de José, el soñador que fue de ser esclavo a prisionero, y de ahí a gobernante de Egipto (Génesis 37-50). Sigue siendo de mis personajes favoritos de la Biblia. Recuerdo que le contaba las historias que leía a mi familia cuando me venían a visitar. Nunca dejaron de visitarme, nunca me dejaron solo.

Creo que algo especial ocurría en los corazones de mis padres cada vez que les contaba lo que leía en la Biblia. Ahora me parece obvio, porque la fe viene por el oír, y el oír, por la Palabra de Dios (Romanos 10:17). Sin saberlo, les predicaba cada vez que nos veíamos.

Cada 3 ó 4 semanas, la directora del hogar, una señora pentecostal, nos predicaba alguna enseñanza bíblica. Nos explicaba principios espirituales. Los veía como tesoros sostenidos en aquel libro, ansiosos por ser descubiertos y revelados. ¿Cómo es que no los había encontrado antes?

Mi disciplina, como todo en esta tierra, tuvo final. Al fin, podía volver a salir de pase. Esta vez, les dije a mis viejos que no saldría de noche. Pero sí les pedí algo: que me llevaran a la iglesia.

Llegó el domingo y me llevaron a una iglesia católica en mi pueblo de Mayagüez. Me perdí. Tenía tan alta expectativa, juraba que me encontraría cara a cara con Dios. ¡Si era Su casa! No entendí el sermón, ni nada entre medio.

Al salir, les dije a mis padres lo que había sentido. También les conté de una clase que me dieron en el hogar sobre la Reforma de Martín Lutero, y les dije que quería visitar una iglesia protestante. Semanas después, en mi próximo pase, me llevaron a una iglesia evangélica en Cabo Rojo (a 20 minutos de la casa de mis padres).

Wow. Esa fue mi primera impresión al llegar. Al principio del servicio, subieron alrededor de 20 músicos al altar. Un coro de 8, 2 guitarras eléctricas, 2 acústicas, un bajo, 3 pianos (entre ellos uno de cola y 2 teclados), un violín, un percusionista, un trompetista y un sax.

¡Y cómo tocaban! ¡Wow! Tan acoplados… Y los ritmos tan variados: funk, reggae, rock, baladas… y las letras tan profundas, líricas que al cantarlas ardían en el corazón.

¡Wow! Había encontrado mi casa.

Regresé al centro lleno de fe. Leía la Palabra varias veces al día. Cada vez que podía. Oraba con convicción. Cada vez que podía salir de pase visitaba aquella iglesia, el Centro Cristiano de Restauración en Cabo Rojo (también conocido como CCR). Definitivamente fue un lugar de restauración para nosotros. Los pastores se enteraron muy rápido de nuestras necesidades y una de las líderes, la queridísima Doña Gloria, se encargó de nosotros y nos atendió dentro y fuera de la iglesia. Especialmente a mi mamá, por lo cual estoy eternamente agradecido.

La vida en cristiana esta llena de pruebas de fe y he tenido muchísimas (las seguiré teniendo). Luego de esta prueba, comenzó una serie de experiencias con el Espíritu Santo que fortalecieron mi fe y me marcaron para siempre.