“Luis Ángel, eso no es tuyo. Devuélveselo al nene, ahora. ¿Qué te he dicho sobre la justicia? Tienes que ser justo, a ti no te gustaría que te quitaran tus juguetes, ¿verdad? Siempre recuerda estas palabras: procura la justicia”. Nunca pude olvidar las palabras de mi querida madre. Durante la escuela superior, peleaba, más de lo deseado por mis padres, contra los grandulones que se pasaban molestando a los más humildes, a los flaquitos. Se me prendían las orejas en fuego y entraba en discusión con los maestros que se creían que se las sabían todas; sólo abusaban de su autoridad.

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Tenía muy claro lo que quería ser en la vida. Entré a la universidad por Filosofía y tomé mis electivas en Teatro. Cinco años después, celebraba con mi familia mi aceptación a la escuela de derechos. “Terminé segundo en mi clase de leyes”, no pude resistir pronunciar estas palabras en voz alta mientras me transportaba desde la butaca de mi Mercedes hacia aquel día de mi graduación. Veía, como si acompañándome en la autopista, centenas de togas negras. Recordé a mi amigo, Roberto, cuando se me acercó, birrete en mano, para notificarme que la firma que lo había contratado también le había preguntado por mí. Comenzó la carrera.

“He dominado el tribunal”, volvía a escuchar mi voz mientras recordaba las grandes batallas ganadas. Iluminaba una proyección mental del antes y el después de las caras de mis clientes, el contraste entre sus preocupaciones y su alivio. Recordaba el gozo de comprar mi primera casa, luego la mudanza a la segunda, y luego a mi tercer y último hogar: logré la casa de mis sueños. “Pero este fin de semana es para Isabela, para la casa de playa”, y el alivio de poder escapar del área metro, escapar de los tapones y del ajetreo, me trajo una gran sonrisa. Esto sólo desbordaba mi copa de contentura, ya que conducía contando los minutos para alcanzar el tribunal a cerrar la semana con broche de oro: encontré el tecnicismo que eliminará la única evidencia válida que tiene fiscalía contra mi cliente.

Fue con esta misma gran energía sonriente que le guiñé a la rubia coqueta que me pasaba por la derecha en un Mustang rojo, “pa’ que te pongas fresca ‘mija”, le dije. Como si me hubiera escuchado, aceleró y se me cruzó con un corte de pastelillo que juré me guayaría el bumper. Giré hacia la izquierda, “¡la baya!” grité mientras trataba de esquivarla pero…

Todo es negro. Sé que estoy caminando, pero no veo mis pies. “¿Hola? ¿Hay alguien aquí?” –no hay respuesta. ¿Esto será… la muerte? “Me imaginaba un lugar mucho más densamente poblado”, susurré entre el nerviosismo y la incertidumbre; tuve que reír. Pero tenía miedo, “¿estaré aquí solo por… la eternidad?”, desesperado, sólo se me ocurrió correr. Corrí y corrí y no me cansé de correr, corrí hasta que paré. “¡Enséñame algo!”, grité a las alturas.

Escuché un ruido, “¿quién está ahí?”, pero nadie contesta. Escuché un gemido, como un niño llorando. Comencé a caminar hacia el sonido, temiendo tropezar, hasta que lo vi. Era como si un rayo de luz muy tenue brillaba directamente sobre él. Tal vez tenía 9 años de edad, pelo negro, piel pálida, las mangas de su camisa azul claro percudidas, jeens azules que le quedaban claramente brinca-charcos, chanclas marrones. Alzó la mirada y mientras la clavaba en la mía, no pude resistir sentir mi corazón partir ante el fluir de sus lágrimas, el rojo de sus ojitos hinchados. Fue ante este panorama que lo reconocí, recordé su mirada intensa. David Vélez, hijo de David y Rosa Vélez, víctimas de un terrible asesinato. Me acordé de quien fue acusado por ese asesinato, Ramón Gómez, lo defendí tres años atrás. No entendía qué hacía ese niño ahí, no encontraba palabras para atenderlo. Mientras extendía mi mano derecha hacia él, sólo quería consolarlo… desapareció. Se apagó la luz. Miré hacia arriba, “¿qué es esto? ¡Sácame de aquí!”, exclamé.

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Descendió otro rayo de luz, lo vi a mi izquierda. Giré mi cabeza para encontrar un joven adolescente, con boquetes del tamaño de bolas de ping-pong en sus pantalones cortos negros, camisa de manga larga amarilla, casi marrón del sucio, descalzo. Pelo largo marrón, ojeras hasta media mejilla, temblando. Sentí hasta temor al acercarme, temblaba tanto; pero se veía tan flaco, como si no hubiera comido bien en meses. Se paró derecho, frente a mí, y cuando pude ver su cara, lo recordé. La fiscalía lo había traído como testigo en un caso de narcotráfico, recuerdo la mirada desorbitada sobre su sonrisa en las fotos que presenté en el tribunal para poner en duda su testimonio. El joven alzó su brazo y con el dedo índice de su mano izquierda, me apuntó. Mirada tan seria que pude sentir el coraje detrás de sus dilatadas pupilas. “¿Yo? No te he hecho nada a ti” le dije atónito, pero al terminar la oración, su luz se apagó.

“¿Qué me estás queriendo decir? ¡Dime!”, grité, pero sin respuesta. De pie en la oscuridad, me vi de frente a la posibilidad que me acusaba. “¡Yo sólo hice mi trabajo! Hice lo justo.”, lo pude declarar con confianza de certeza. Ni siete segundos pasaron, cuando vi otro rayo de luz. Giré a la derecha y encontré a mi lado, más cerca de lo deseado y esperado, una señora en traje largo blanco. La noté esbelta, su cabello rubio hasta la cintura se revolcó mientras ella rápido alzó su brazo derecho para señalarme. Caí de nalgas al negro vacío que me sostenía. “Tú…”, fue lo único que pude pronunciar, pero la recordé muy bien. Mary Santiago, testigo en un caso de asesinato. Escalofríos corrían mi cuerpo, parecían como nacer de mis muslos, morían en mis hombros con un abrupto hamaqueo. “No supe nada, no sabía, nadie sabía…”, le dije la verdad, me dijeron que nadie sabía lo que le había sucedido. Mary se desapareció dos días antes de testificar. Mary Santiago, la mayagüezana, la desaparecida, delante de mí, derechita, parecía acabada de salir del salón de belleza. Me atormentaba con sus ojos negros mientras dio un paso hacia mí. “¡No! Por favor, yo no sabía…”, pero mis palabras quedaron en el vacío bajo el vasto estruendo de la suya: “Sabías”, retumbó.

Todo es blanco. No puedo distinguir los reflejos que se mueven delante de mí entre tanta claridad. Las figuras van cogiendo forma, voy abriendo mis ojos, noto la figura de mis pies debajo de la sábana blanca. Veo mi pecho y mis manos flácidas por mis muslos, veo las barandas plateadas de la camilla, pero no me puedo mover. Quiero gritar, pero mi respiración raspa en mi seca garganta. Estoy tan cansado. Escucho sonidos mecánicos, -bip, bip- las máquinas de medición de pulso. Veo una trigueña vestida de blanco que se acerca a mí, pero mis párpados no aguantan el peso. “Quiero vivir”, dije muy dentro de mí. Decidí, y abrí mis ojos sin dificultad.

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Todo es blanco. Sin poder mover mi cabeza, examino hasta dónde puedo. Veo la misma camilla del hospital, estoy bajo la misma sábana, igual de inmóvil, escucho el mismo “bip” de mi pulso, pero el cuarto es gigante. Es un blanco espacio sin fin. “¿Y ahora?”, pienso, pero no escucho mi voz. Hay un sonido. Va creciendo. Escucho murmullos convertirse en carcajadas y  expresiones identificables sólo como la alegría de una gran fiesta. Se acerca. Comienzo a notar con el rabo del ojo, en el extremo del alcance de mi vista… un movimiento. Una masa colectiva viene hacia mí, en unánime entusiasmo por… ¿recibirme? Uno por uno, cada cual se acerca y detiene a saludarme. “Hola campeón, gracias por todo”, me dijo uno con una palmada en el hombro. “Roberto, agradezco todo lo que hiciste por mí”, me dejó otra en el oído.

Los fui reconociendo. Rita Celeste, clienta que defendí en un caso de fraude en el 2003. Ángel González, logré sacarlo absuelto de cargos por soborno en el 2001. René Cruz, detenido en la autopista por Operaciones Especiales, hallándole un kilo de coca: absuelto en el 2007 luego de año y medio de vistas y defensas estratégicas. Rodeado por la manada, hubo uno que resaltó en mi atención. Le tocó su turno para acercarse. “Gracias por todo ‘titán’”, y mientras pronunció su gratitud, noté la cicatriz sobre su ceja. Osvaldo Torres, su presencia me estrujó. “No te preocupes por Mary, ésa no va a estar testificando, ni en este tribunal, ni en ninguno”, pero fue como si a medida que pronunciaba las palabras, naciera un clamor, un gemido de mis costillas. No puedo hablar, inmóvil, pero sentí las lágrimas ascender de mi pecho para descender hasta entripar mi almohada y mi cuello. “No puede ser”, pensé. “Perdóname… ¡Perdóname!”

“¡Luis Ángel!”, reconocí la voz de Luz que me gritaba. “¿Mi esposa?”, raspó mi voz mientras levantaba párpados para ver las manos mojadas en lágrimas que estrujaban mi rostro. Eran mis manos. Puedo mover mis manos. Desvié mi mirada y al liberarla, reconocí la camilla, reconocí la hermosura de Luz que me sobaba, llorando a mi derecha. Reconocí a Luisito, mi querido hijo, que observaba asombrado a sus ocho años desde el pasillo del hospital. “Dime algo Luis Ángel”, gemía mi esposa. Alivio, asombro abrumador y coraje alborotaban en mi pecho mientras tantas imágenes volaban por mi mente. “Recuerdo”, fue lo único que pude pronunciar.

Recuerdo.

por Héctor Alfredo Millán