Mi esposa dio a luz el viernes pasado. Gracias, gracias. Mi bebé es un niño hermoso que batalló durante un día entero de empujones de parto. Es un guerrero, igual que su madre (la Campeona).
Durante el embarazo, los doctores nos habían dicho que vieron que el bebé tenía un “bowel obstruction”, tenía como un tapón en el intestino que le estaba provocando una dilatación. Nos lo dijeron hace meses y nos preparamos. Seguimos todas las instrucciones de los doctores. Se coordinó para que el parto se diera en el Hospital Universitario de Rio Piedras, ya que debía haber un cirujano pediátrico disponible para evaluar al niño y determinar si era necesario una operación. Se indujo el parto para poder tener el máximo control de los sucesos. Así, el día programado para el parto madrugamos y viajamos un poco más de una hora desde nuestra casa hasta el Hospital Universitario, llegamos a las 6am. Ya a las 7am Jesmarie (mi amor) estaba en el área de parto, una clínica dentro del hospital que parecía parte de otro lugar: todo nuevo, todo limpio, todo recién pintado. No supimos nada de ella hasta las 4pm, y fue porque un amigo de nosotros trabaja en el hospital y habló con un amigo de él que es doctor y pudieron entrar a ver cómo estaba. Le prestaron un celular para que nos llamara para saludarnos. Gracias Jormy.
A las 12:30am me llamaron para que entrara a acompañarla porque ya había dilatado 7 centímetros. Ese ratito desde las 12:30am hasta las 9:30am, cuando finalmente nació Héctor Alejandro, se dio la experiencia más intensa y emocional de mi vida. Ver el dolor de mi esposa en cada contracción… fue demasiado. Lloré 4 veces (sin contar la vez cuando al fin nació). Me sentí tan impotente, no había nada que podía hacer para ayudarla a ella ni a mi bebé. A las 7am ya los doctores estaban preocupados, el niño llevaba 2 horas ya con la cabeza en la puerta de útero. Ya le había comenzado a bajar la presión. Le decían a mi esposa que tenia que empujar más, más duro porque el bebé ya tenía que salir. Pero ella llevaba más de 12 horas empujando, llevaba 24 horas ya en el área de parto, llevaba 40 horas sin comer. ¿De dónde sacaría ella fuerzas para más?
A las 7:15am, los doctores mencionaron la palabra cesárea. Jesmarie había estado en contra de la cesárea hasta el final. Pero en ese momento, ella exclamó: “estoy muy cansada, no puedo más”. Mientras los doctores se rascaban la cabeza, decidí orar a Dios. Les pedí a los doctores que se pusieran de acuerdo conmigo en una oración. Reconocí que donde terminan las fuerzas y las capacidades del hombre, ahí es donde comienzan las de Dios. Clamé por mi familia, para que las vidas de mi esposa y cría fueran guardadas, que los protegiera, para que Jesma recibiera un renuevo de fuerzas y para que los doctores recibieran sabiduría y unción para ejecutar el parto ya. Ahí, Jesmarie se durmió y los doctores trataron de disimular sus llantos (aunque yo los oí).
En menos de 5 minutos llegó otro doctor que solo hablaba inglés. Ellos hablaban mientras yo escuchaba. Planificaban la cesárea y discutían algunas otras opciones. Me metí en la conversación y me explicaron los riesgos de la cesárea y de utilizar un “vacuum” para halar al niño por la cabeza. Preferí la cesárea (Obvio, ¿no? No era yo quien recibiría la cirugía). Jesma se despertó y hablamos. Aceptamos que intentaran con el vaccum primero, y si no funcionaba, pasaríamos a la cesárea. Nos movieron a la sala de parto.
Me encontré de repente con muchísima gente en la sala de parto, todos se veían más joven que yo (tengo 29). Habían como 4 enfermeras, 4 doctores (2 doctores y 2 doctoras) atendiendo el parto, y un equipo de 4 más (entre doctoras y enfermeras) esperando para preparar al niño y llevarlo de inmediato al hospital pediátrico para hacerle las evaluaciones de su intestino. Todos hablaban a la vez, como si estuvieran en “speed”. “¿Dónde está ^%$#?”, preguntaba un doctor. “Lo tengo aquí”, contestaba una enfermera. “Necesito más %$#$@”, pedía una doctora. “Aquí está”, le contestaba otra enfermera. “¿Le pusieron el suero para inducir las contracciones?”, preguntó un doctor. “No, se me quedó en el otro cuarto”, contestó una enfermera. “We want her to contract!!!”, le gritó el doctor.
Fue espectacular.
Desde que entramos, a Jesma le dio una contracción que duró como 15 minutos, fruto de la cual nació el bebé con la ayuda de los doctores que lo halaban por la cabeza.
Lloré como un niño.
Esta no es una historia mala, es una historia que narra el milagro de la vida. La parte más difícil viene ahora.
En cuanto nació, Héctor Alejandro fue llevado al pediátrico. Los acompañé mientras nos bajaban al sótano, y nos pasaron por un camino subterráneo hasta el edificio de al lado. Escoltado por guardias, llegamos al pediátrico, donde me entregaron una paca de documentos que debía leer y firmar. Firmé y no leí (muy mal). Subí al 6to piso, Intensivo Neonatal, para asegurarme de que mi bebé había llegado bien. Ya lo habían limpiado, le pusieron pulseras de identificación en cada brazo y pierna, más un grillete electrónico que activa una alarma en cuanto se acerca a la salida. Me pidieron que saliera para comenzar a realizarle pruebas, así que regresé a ver cómo estaba mi amor. Me tardé más de una hora en lo que regresé a donde ella. Cuando fui a preguntar en el área de Recuperación, pedí permiso para llevarle una frisa. Salió una enfermera y no me dejó entrar a verla. Me dijo que aún no había llegado al área de Recuperación porque fue tanta la ruptura por donde salió el bebé (los doctores tuvieron que cortar bastante), que la tuvieron que pasar a una sala de operaciones mas estéril para realizar la reconstrucción. Le tuvieron que poner anestesia espinal para esa parte de la operación. Esperé hasta que salió y la pude ver antes de que pasara al área de recuperación, donde durmió por casi 6 horas.
Regresé a ver a Héctor Alejandro, a quien ya le decimos Ale. La enfermera que lo cuidaba me informó de que las evaluaciones preliminares habían demostrado que es un bebé saludable, y no demuestra indicios de una obstrucción intestinal. No tenía la barriga hinchada ni botaba secreciones por el estómago. Celebramos el milagro que le habíamos pedido a Dios todos los días desde que nos enteramos al 5to mes de embarazo. Nos informaron que se quedarían con Ale unos cuantos días en lo que se certificaba que podía comer por boca y que hacía la digestión completa.
Eso fue el jueves 20 y el viernes 21 de septiembre de 2012. El domingo 23 por la noche se le empezó a hinchar la barriga a Ale. El lunes por la mañana comenzó a botar secreciones verdes por el estómago. Las placas reflejaron que había una obstrucción en su intestino. El martes 25 de septiembre, a las 3pm, Ale entró a la sala de operaciones. Los doctores que nos atendieron y algunos amigos míos que también son doctores en medicina nos habían informado de que el procedimiento era bastante común y simple. Abrían, identificaban el lugar de la obstrucción, lo eliminaban y volvían a conectar al intestino. Cortar y empatar. Simple. Sencillo.
A las 5:30pm salió Ale, escoltado por enfermeros y un doctor. El cirujano nos explicó que la obstrucción fue causada porque hubo una desconexión intestinal, un espacio entre donde terminó el intestino y donde continuaba. Se acumuló tanto alimento en el lado obstruido, que se estiró. Por eso se veía la barriga hinchada. Cortaron y vaciaron el intestino, pero el lado obstruido estaba tan hinchado que no lo pudieron empatar con el lado que continuaba. Así, que le hicieron una ostomía. Le asomaron la punta del intestino por el abdomen y le acomodaron una bolsita para recoger lo que defeca. Esto hasta que su sistema digestivo se estabilice y su intestino regrese a su tamaño normal. Nos dijeron que esto se puede tardar entre 6 semanas, hasta 3 meses. Luego de, habrá que volverlo a operar para reconectarle su intestino donde va. Cuyo proceso también implica una serie de riesgos y requerirá de un proceso de recuperación, ya que a los intestinos “no les gusta que los toquen, se paralizan.”
Así, que seguimos subiendo a Rio Piedras desde Coamo todos los días en las horas de visita para ver a Ale. Para acariciarlo, para cantarle, orar por él y darle muchos besitos.
Comienzan los interrogantes
Mi esposa y yo no somos gente muy mala. Somos líderes en la Iglesia Cristiana de la Familia en Coamo, Puerto Rico. Dirigimos el ministerio de alabanza y adoración. Servimos a la comunidad como podemos y nos estamos preparando para servirle mejor. Jesmarie estudia un doctorado en psicología clínica, yo estudio una maestría en consejería. Trabajamos fuertemente para no ser una carga en nuestro país. Creemos en Dios porque hemos visto que es real: hemos visto la restauración de nuestras propias vidas desde que le comenzamos a seguir, hemos visto milagros de sanidades y liberación de ataduras, sentimos al Espíritu Santo cada vez que lo buscamos. Las personas nos buscan para que oremos por ellos y les aconsejemos cuando tienen dificultades en la vida. ¿Por qué esto nos pasaría a nosotros? Más todavía, ¿por qué a Héctor Alejandro? No existe mayor inocencia, sino la de un bebé.
No creo en las casualidades, así que me parece que no es casualidad que Jesmarie y yo hayamos comenzado a leer el libro de Job hace alrededor de 3 semanas. Unos días antes del parto, le había comentado a Jesma que ya me estaba cansando el libro porque es largo y desde los primeros capítulos se había puesto deprimente porque solo trataba sobre las quejas de Job ante su gran dolor. Estos últimos días, sin embargo, las narraciones de Job me han enseñado una nueva luz en cuanto a las pruebas.
Ante toda prueba, mientras se atraviesa la tribulación, todos intentamos contestar una pregunta: ¿Por qué?
¿Por qué me pasa esto? ¿Por qué tiene que pasar? ¿Por qué no le pasa a otra gente, a gente mala? Con tantas personas andando al garete por el mundo, haciéndole daño a los demás, robando e hiriendo, ¿por qué a mí?
El capítulo 28 de Job habla sobre el valor del entendimiento:
“¿dónde se hallará la sabiduría? ¿Dónde está el lugar de la inteligencia?
No conoce su valor el hombre, ni se halla en la tierra de los vivientes.
El abismo dice: No está en mí; Y el mar dijo: Ni conmigo.
No se dará por oro, ni su precio será a peso de plata.
No puede ser apreciada con oro de Ofir, ni con ónice precioso, ni con zafiro.
El oro no se le igualará, ni el diamante, ni se cambiará por alhajas de oro fino.
No se hará mención de coral ni de perlas; la sabiduría es mejor que las piedras preciosas.
No se igualará con ella topacio de Etiopía; no se podrá apreciar con oro fino.
¿De dónde, pues, vendrá la sabiduría? ¿Y dónde está el lugar de la inteligencia?
Porque encubierta está a los ojos de todo viviente, y a toda ave del cielo es oculta.
El Abadón y la muerte dijeron: Su fama hemos oído con nuestros oídos.
Dios entiende el camino de ella, y conoce su lugar.
Porque él mira hasta los fines de la tierra, y ve cuanto hay bajo los cielos.
Al dar peso al viento, y poner las aguas por medida;
Cuando él dio ley a la lluvia, y camino al relámpago de los truenos,
Entonces la veía él, y la manifestaba; la preparó y la descubrió también.
Y dijo al hombre: He aquí que el temor del Señor es la sabiduría, y el apartarse del mal, la inteligencia.”
-Job 28:12-28
El propósito de las pruebas
Este tiempo me ha acercado más a Dios que nunca antes. Yo he pasado muchas tribulaciones en mi vida; cometí muchos errores en mi adolescencia, errores que lastimaron a muchos, errores que me costaron muchísimo. Dios me encontró a mí en medio de los procesos. Mejor dicho: yo me dejé encontrar. Tras emprender una jornada hacia un crecimiento espiritual, mi vida fue restaurada. Tras poder salir de un lugar “imposible”, pude ver que Dios es real y llegué a creer que para El no hay nada imposible. Así, que alcancé una actitud muy segura de mí mismo en la que nada me podía sorprender. Confrontaba dificultades y siempre encontraba qué hacer mientras esperaba por la resolución. Ante esta prueba, no hay nada que pueda hacer. Sólo esperar, sólo confiar, sólo temer.
He vuelto a temer. No le tengo miedo a Dios, no es algo que impida el yo acercarme a El. No creo que eso sea a lo que la Biblia se refiere cuando habla de “temor de Dios”. Sino, temo a Dios por cuanto reconozco que mi vida es delicada, y la muerte puede tocarnos en cualquier momento. Por eso, cada decisión cuenta. Cada acción puede repercutir en consecuencias destructivas. Por eso, cada paso que doy, intento que sea dirigido por Dios. Trato de que Él apruebe cada decisión, no sea que al errar, el peso de mis malas decisiones caiga sobre mí y los míos. Es grande la responsabilidad del hombre, pues como líder espiritual de la casa, cada movimiento influye sobre la familia.
Cada prueba puede fortalecer o destruir el carácter. Ante cada prueba, nos vemos ante 2 opciones: mantenernos firmes y fieles a los compromisos, a los pactos y decisiones, o volver atrás y actuar como hacíamos antes de ser restaurados. Esto aplica a todo creyente. Poder mantenernos firmes e íntegros ante todos los cambios impulsados por nuevas experiencias, eso es carácter. ¿Por qué? Porque las prueban retarán tu fe. Te harán dudar e intentar negociar con tu propia conciencia y base de valores. Esa es la prueba real. La tentación de decir que para nada has creído. “¿Aun retienes tu integridad? Maldice a Dios, y muérete”, le llegó a decir la esposa de Job (Job 2:9). Y mientras atravesamos la sequía del desierto de la prueba, pensamientos así nos van a atacar. Y ciertamente hay una muerte que se desata al maldecirlo. Sé de muchos que ante las adversidades, maldijeron a Dios y nunca más lo volvieron a buscar. Se apartaron, no soportaron con firmeza y no llegaron a ver el cumplimiento de la promesa, no vieron el propósito.
El jueves 27 de septiembre Héctor Alejandro comenzó a comer por boca. Está defecando, su sistema digestivo está funcionando como se supone y su intestino está regresando a su debido tamaño. En algunos días nos lo podremos traer a casa y ya muy pronto los cirujanos le reconectarán su intestino donde va. En algunos meses miraremos atrás y recordaremos este tiempo, pero ya no con tristeza, porque Ale estará llenando la casa de alegría.