En Mayo del 2005, me fui del programa de rehabilitación cuasi-militar en el cual estuve ingresado desde Marzo del 2004 por orden del tribunal como parte de mi probatoria. Me fui, no porque había terminado la programación, sino porque un suceso me demostró que mi estadía en ese lugar había hecho muy poco por rehabilitarme.
Dormíamos en habitaciones donde acomodaban entre 8 a 12 internos en literas. Los 8 de mi cuarto habíamos tenido una recaída durante la noche. Casi todos nos acostamos a dormir suficientemente temprano, pero 2 se quedaron despiertos hasta casi las 4am consumiendo. Al día siguiente, se notaba en sus semblantes. Estaban destruidos. La directora nos mandó a buscar y nos hicieron pruebas de dopaje.
Todos dimos positivo a alguna sustancia.
La directora nos comenzó a explicar el procedimiento de disciplina, el cual ya muy bien conocía. Se detuvo para preguntarnos si alguno de nosotros quería decir algo. Alcé mi mano y pedí permiso para hablar (como había que hacer antes de decir cualquier cosa en cualquier momento), y respetuosamente solicité que llamaran a mi familia para que me vinieran a buscar.
Conocía lo que me esperaba. Por cada disciplina, especialmente si son debidas a recaídas, se me añadían entre 3 a 4 meses de tratamiento antes de poderme graduar (todos los que terminan programación se “gradúan”). Llevaba 3 disciplinas ya, 2 por recaídas (1 de sustancias y 1 de alcohol) y 1 por “romper normas de habitación”, (yo era líder de cuarto y permitía que en mi cuarto se hablara y se viera televisión después de las 9pm). Llevaba más de un año ya, así que esas 3 disciplinas prácticamente me obligaban a permanecer dentro del programa hasta el final de mi probatoria. ¿Otra disciplina? El tribunal podría ordenar la extensión de mi sentencia por otro año más, el cual fácilmente pude haber pasado ahí adentro (la promoción del programa decía que era un tratamiento de un año pero solo llegué a ver 1 graduación y fue con 20 meses de estadía). Había internos que llevaban 30 meses.
Cobrando $20 diarios por residente, con una matrícula de entre 70 a 100 hombres, visualiza el negocio.
Emprendí una jornada psicológica
Desde que llevaba 5 meses, comencé a solicitar que me dejaran salir a recibir tratamiento psicológico. Solo me dejaron salir a 2 sesiones.
Al día siguiente de salir del programa militar, me reporté a mi oficial de probatoria. Estaba escandalizada. Me recomendó que me ingresara en otro programa residencial, porque ella tenía que rendir informe del suceso al tribunal y someterlo en conjunto con el reporte de la directora del programa, el cual de seguro vendría espectacular.
Le agradecí, pero le dije que había encontrado un programa ambulatorio dirigido por un psiquiatra especializado en adicción. Lo intentaría. Al día siguiente me ingresé en ALTERNATIVAS y visité semanalmente por 4 meses. Fueron los 4 meses de mayor crecimiento de mi vida. Crecí como nunca antes porque me conocí como nunca antes. Ahí fue donde reforcé mi pasión por ayudar (había descubierto dicha pasión tras leer un libro de autoayuda sobre la teoría cognitiva de psicología en el programa militar titulado “Pensar bien, sentirse bien”). Aprendí acerca de cómo funcionaba mi mente, el efecto de las drogas y acerca del proceso de recuperación. En las sesiones con el doctor, exploré mi interior. Analizábamos mis sueños y pesadillas, y despedazábamos los componentes de mi baja autoestima.
Había demostrado mucho progreso. La lentitud implícita en sistemas burocráticos gubernamentales, como el tribunal, estuvo a mi favor. Pero todo tiene su final, y los reportes de mi última experiencia en el programa militar llegaron al juez. ¡Y de qué forma! El informe redactado por la directora fue lo que en el sistema de corrección llaman un “informe negro”. Fue pésimo. Me describió como artífice y coordinador del suceso. No lo fui, pero aparentemente los demás del grupo, tras yo haberme ido, les pareció muy fácil decir que fui yo porque no me afectaría.
En el ambiente de la calle no hay amigos.
De reingreso a la institución residencial
Cabe resaltar que conocí a Cristo en el programa militar, así que durante los 4 meses que estuve de regreso a la casa de mis padres mientras recibía el tratamiento ambulatorio, me congregué. Me uní al grupo de jóvenes de la iglesia y al ministerio de adoración. Tomé clases bíblicas y discipulados. Conocí más de Dios y crecí espiritualmente.
Tras leer los reportes, el juez emitió orden de arresto. Me gané una estadía de 1 semana en la Institución Penal en lo que me citaban en el tribunal. Fue horrible. Traté de llamar a mi casa pero por alguna razón no salía la llamada. Logré conseguir a Andrés, un buen amigo desde la niñez. Le pedí que contactara a mis padres para darles un mensaje: “Estoy bien, no vengan a verme aquí”. Mi papá como quiera vino.
Para evitar la revocación de probatoria y el tener que cumplir el resto de mi sentencia en la cárcel, el abogado solicitó el reingreso a otro programa residencial. Y así fue.
Días después, me vino a entrevistar el representante de un programa con bases de fe cristiana. Con él me fui a este nuevo hogar, donde me esperaba mi familia para ayudarme en el proceso de ingreso.
Me quedaban 3 meses para terminar mi sentencia de 2 años de probatoria. Según me informó mi oficial de probatoria, mi abogado, el representante del programa cristiano y todos los residentes de dicho programa que tenían presión legal y habían pasado por situaciones similares, lo que procedía era que me reportaría en el tribunal a los 3 meses para vista de seguimiento, donde el juez tomaría en consideración mi sometimiento y buen comportamiento para permitirme permanecer en este nuevo hogar hasta la terminación del tratamiento. Programación: 18 meses. Esta estadía, con todo y extensión de probatoria, sería una consideración en comparación con lo que “me merecía” por todo lo que había hecho.
Me negué a aceptarlo.
Decidí hacer un ayuno de 40 días. No estaba muy seguro de lo que esto significaba, pero no desayunaba y me pasaba la mañana en el templo orando y leyendo la Palabra.
Fueron días de verdadera gloria, fue vivir en la presencia de Dios. Con música de adoración en el fondo, clamaba y repetía alabanzas hasta que pasaba lo indescriptible: experiencias espirituales que terminaban conmigo acostado en el piso, como en un trance, con mi cuerpo completamente cubierto de una combinación de hormigueo y embriaguez, todavía murmurando frases de adoración, sin poder recordar cómo había llegado al suelo ni cuánto tiempo llevaba sumergido en el éxtasis de Su santa presencia.
Oré sin cesar. Todos los días, declaraba mi libertad. Declaraba que el día de la vista de seguimiento sería libre y no tendría que regresar a ese ni a más ningún programa. Contacté a los pastores y demás gente de fe que recientemente había conocido y les pedí que se unieran conmigo en esta oración.
Para gloria y honra de Dios, funcionó.
Luego de 3 meses, el día de la vista, fue liberado del programa con la condición de que me extendieran 1 año de probatoria, el cual cumpliría viviendo con mis padres. Excelente 🙂 (siempre hay un precio)
Te sirvo porque te amo
Nos quejamos de las pruebas. Las sufrimos. Sucede que cada una, si me someto a ella, me moldea y acerca más al modelo de mí que Dios tiene en su pensamiento. Mi yo ideal.
Sucesos como el de mi liberación, pruebas que nos permiten ver a Dios obrar, alimentan la fe. Sin embargo, el servicio a Dios, el entregarle tu tiempo y tus talentos, tiene que ser impulsado por otras fuerzas para poder perdurar.
Recientemente mi esposa llevó a cabo una encuesta informal, haciéndole a los participantes la siguiente pregunta: ¿Qué te apasiona por Dios? La contestación más común fue “lo que Él hizo por mí”.
Ver la mano de Dios obrar en tu vida a través de un milagro de restauración matrimonial, provisión en un momento de escasez o una sanidad, puede moverte a creer. Alimenta tu fe y te puede mover a servirle. Pero, ¿qué sucedería si le pides algo a Dios que Él no quiere hacer? Si en Su soberanía, decide no concederte tu petición o no concedértela en el tiempo en que tú quieres, ¿qué sucede con tu devoción y entrega?
Recientemente me encontré en esta incógnita, mientras le reclamaba a Dios por no sanar a mi hijo de un íleo paralítico. Hoy, llevo 16 días en el hospital con Ale (Héctor Alejandro, mi bebé de casi 5 meses). Aún espero el milagro. Anteayer venía de camino a visitarlo y literalmente peleaba con Dios. Cuando estaba a punto de llanto, sentí muy fuerte en mi corazón que el Espíritu Santo me preguntaba “¿Por qué me sirves?”, a lo cual solo pude contestar “Te sirvo porque te amo”.
Encontré paz en el reconocimiento de ese amor. Me hizo recordar el fundamento. Recordé las veces que Dios me ha hablado, las veces que me ha dicho qué hacer y cómo salir de pruebas, y las veces que me ha sacado con mano dura de aprietos. Nunca me ha fallado. Nunca me fallará.
Repetí la frase “te sirvo porque te amo” casi la hora entera de camino hasta el hospital, respirando profundamente entre cada vez que lo repetía. Tras varios minutos, comencé a entrar en el tan familiar éxtasis de la presencia de Dios.
Tantas veces me has liberado… ésta será solo una más. Gracias Señor.