Por mi vista cansada y las manos adormecidas me apoyo en el escritorio para descansar. Mis reflejos me indican que a mi lado, en la ventana, hay alguien. Se mueve de lado a lado, al ritmo de alguna música que no alcanzo a escuchar. Alzo la vista para ver si es alguna rama de uno de tantos árboles que rodean la casa, pero no, mi mirada se cruza con unos ojos curiosos. Allí estaba una niña sonriente. Lleva una corona de flores blancas y un hermoso vestido crema con delicados bordados en oro, de esos con los que me vestía mi madre. Tiene las manos posadas sobre el cristal y sonríe. Su felicidad va marcada en sus mejillas en dos delicados hoyitos. Lleva el cabello suelto y el viento juega con él de manera que parece estar en la misma posición. De pronto hay fuertes tronadas y el quejido del cielo desvía mi atención. Oscuras nubes desfilan sobre nosotras y se alinean en el cielo. Las lluvias caen contra el cristal. La

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niña no debe mojarse. Me volteo y me encuentro con su mirada asustada y su sonrisa convertida en una leve inclinación. Mientras llueve, la niña tiembla y se desvanece. Las gotas se deslizan sobre su imagen. La marca de su respiración en el cristal se desdibuja con ella. ¿A dónde has ido? ¿Cómo es posible que te desvanezcas ante mis ojos? Atisbo la habitación un poco inquieta y vuelvo a la ventana para salir a buscarla, pero tropiezo con la mesita de noche y me inclino para recoger el desastre. Entre las figuras y los libros, me observa la niña; Con su sonrisa tierna, su ondeante cabello al viento y su vestido intacto, la niña estaba allí, saludándome desde un marco dorado, sonriéndome a través de un cristal.