Imagen de www.patheos.com

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Anoche subí a un monte a orar con un grupo de jóvenes de mi iglesia. Para describirte la experiencia en pocas palabras: todos tuvimos un encuentro real con Dios. Abundan los testimonios de transformación  y de sanidades de las heridas del alma. Primero oramos individualmente mientras algunos tocábamos guitarra y percusión menor. Cantando, nos perdimos en la adoración, divagando hacia la presencia santa del Espíritu Santo. Pero lo más impresionante sucedió cuando comenzamos a orar los unos por los otros. Nos turnamos, uno a uno pasando al medio para declarar una petición y recibir oración de parte del grupo.

Algo se activó cuando orábamos todos por la primera que pasó al medio. Supongo que fue el amor de Cristo, su compasión se manifestó en nuestros corazones al preocuparnos por la necesidad de aquella hermanita. Su compasión manifiesta en nosotros hizo descender su gloria, el espesor y la llenura de su presencia en la atmósfera trajo palabra de vida, paz, sanidad y liberación. Durante la noche, preguntas fueron contestadas, dirección fue establecida, heridas fueron atendidas y sanadas, fuerza fue renovada, gozo fue restaurado, llamados y propósitos fueron afirmados, ataduras fueron rotas.

Dios habló

Mientras orábamos por algunos, sentí muy fuerte en mi espíritu palabras específicas respecto a la forma en que Dios trabaja con nosotros. Dios me explicó que la obra de transformación del Espíritu Santo en nuestras vidas se compone de 3 periodos principales: 1) el punto de encuentro con Jesús (conversión y nueva creación), 2) compromiso mediante el reconocimiento del amor del Padre, y 3) transformación mediante el acto de vencer.

Discutámoslo:

  1. Génesis 1: 1-3 dice:

“En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra estaba desordenada y vacía, las tinieblas estaban sobre la faz del abismo y el espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas. Dijo Dios: «Sea la luz.» Y fue la luz. Vio Dios que la luz era buena, y separó la luz de las tinieblas.”

De la misma forma como Dios trabajó  con la tierra cuando la fue formando, así mismo trabaja con nosotros mientras va formando en nosotros la nueva criatura ante la llegada del Cristo a nuestras vidas (2 Corintios 5:17). Tras haber aceptado a Jesús como nuestro Señor y Salvador, une lo que tenemos, “tierra” (lo que traemos a la fórmula es el elemento terrenal, la naturaleza humana), con su elemento celestial al depositar en nosotros su Espíritu Santo. Así crea en nosotros la unión entre los cielos y la tierra. Pero había un problema: la tierra estaba desordenada y vacía. El pasaje nos explica por qué estaba desordenada: las tinieblas estaban sobre la faz del abismo y el espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas. En otras palabras: las tinieblas abundan en nuestros vacíos y el espíritu de Dios llega a moverse con nuestras aguas (agua tipifica espíritu). Pero en el principio no hay una distinción clara entre las partes, pues está todo ahí junto. Dios tuvo que introducir la Luz del mundo, Cristo (Juan 9:5), para poder señalar nuestros vacíos, y por ende, las tinieblas que dominan sobre ellos.

Así establece Dios orden en el principio de nuestra conversión, señalando las áreas con las cuales el Espíritu Santo quiere trabajar. Lo que desea sanar, sacar, llenar y fructificar.

Si te encuentras en esta etapa, en la que Dios está tratando de enseñarte las áreas en tu interior que aún no se han ordenado, eres básicamente un nuevo creyente (toma tu tiempo para internalizar esta idea). Pero si llevas años ya de convertido(a) y te encuentras aquí, no te sientas muy mal. El proceso de aceptación y entrega de parte nuestra es complejo. Requiere decisiones difíciles, renuncias a costumbres muy arraigadas. En mi caso, parece que fui nuevo creyente por alrededor de 7 años; principalmente resistiéndome todo ese tiempo al llamado de Dios sobre mi vida y al nivel correspondiente de santidad. Aún hay mucho por trabajar, y siempre lo habrá, pero las áreas principales ya han sido señaladas y la obra del Espíritu Santo en ellas ha comenzado.

2. Lo segundo que Dios me habló en esta línea fue sobre la parábola del hijo pródigo (Lucas 15: 11-32). Un resumen:

Jesús cuenta que un hombre tenía 2 hijos. El menor le pide su parte de la herencia y se va de la casa a malgastar el dinero en deleites. Se le acaban los recursos y comienza a pasar hambre. Consigue un trabajo apacentando cerdos. Aun así pasaba hambre, pues llegó hasta a desear comer de la comida de los cerdos. En ese momento recordó que los siervos de su padre nunca pasaban hambre. Se arrepintió de lo que había hecho y regresó a la casa de su padre. Le dijo “Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros” (Lucas 15: 19). Jamás pensaba que su padre se alegraría tanto de haberlo visto regresar:

“el padre dijo a sus siervos: Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado.” –Lucas 15: 22-24

Pródigo significa: Disipador, gastador, que desperdicia su hacienda en gastos inútiles.

Dios me decía anoche que el hijo pródigo no es el apartado o el hijo de desobediencia, sino quien anda en desorden porque malgasta los dones, talentos y demás recursos de Dios, ya que nunca ha conocido ni entendido el amor del Padre.

El reconocimiento del amor del Padre viene en el punto del arrepentimiento, cuando pienso que Dios no me puede perdonar y me humillo al nivel de clamar por misericordia. El asunto es que el Padre está en la mejor disposición de derramar su misericordia sobre nosotros. Cuando nos vemos ante ese amor, nos dan ganas de comprometernos con El y sentarnos a su mesa como hijos.

La obra de transformación de Dios es en la que nos promueve de siervos a hijos.

La señal es el disfrute de los beneficios del Rey. Dejamos de ver “el servirle” como un trabajo que hacemos para un jefe, sino como un deleite. Me explico:

“Y si hijos, también herederos; herederos de Dios, y coherederos con Cristo” –Romanos 8:17

Cuando entendemos que somos hijos, entendemos también que tenemos un Padre. ¿Quién es ese Padre? El Rey del Reino de los Cielos. Cuando entendemos que somos hijos del Rey del Reino de los Cielos, entendemos también que tenemos una posición, ya que somos hijos, como administradores de la hacienda que cosecha fruto espiritual. Servirle a Dios es administrar los frutos espirituales que tanto necesitan esta humanidad y esta tierra.

3. Él cambia tu nombre.

En el primer capítulo de Génesis vemos como Dios le da poder a la palabra para crear y determinar el significado de lo creado. Dijo “que sea la luz”, e hizo que la luz resplandeciera, e hizo que señalara sobre las tinieblas que dominan nuestros vacíos. Determinó que la luz estableciera orden. De la misma forma, fue la misericordia del Padre la que cambió la postura del hijo pródigo, de identidad de siervo a identidad de hijo. Como quiera, llevar al hijo pródigo del hambre y la escasez al banquete del Padre requirió que venciera ante la tentación de permanecer en su estado.

“El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias. Al vencedor le daré de comer del maná escondido, y le daré una piedrecita blanca y en la piedrecita un nombre nuevo escrito, el cual nadie conoce sino el que lo recibe.” -Apocalipsis 2: 17

El fruto de arrepentimiento principal es el vencer ante la tentación de volver a cometer el acto que causó el arrepentimiento originalmente.

Vence. Sé un vencedor y recibe tu piedra blanca. Hay una piedra en las manos de Dios, una resplandeciente en santidad que tiene para ti un nombre nuevo.  Es un nombre que solo tú conoces, pues ya en tu corazón tienes la imagen de quien tú eres en los ojos de Dios. Hijo o hija, viviendo en la plenitud del banquete de tu Padre, el Rey.